Este patio se encuentra situado en la calle Arco de Palacio, 3 “Palacio Arzobispal”
Ubicado en la acera opuesta a la Catedral. Reformado por Lorenzana, traza definitivamente esta calle al alinear aquél desde el Arco a la calle de la Trinidad, así como esta misma y una parte de la cuesta de la Ciudad.
Parte de su fachada fue reformada en estilo neoclásico, con una amplia puerta de medio punto, única a nivel con la calle que tiene el edificio, apta para dar entrada a carruajes. Entrando se accede a un magnífico patio ajardinado donde se puede observar la Torre de la Catedral.
En 1677 se titula a esta calle “de la Lámpara”. Sixto Ramón Parro añade que en el siglo XVIII se la llamaba “del Pasadizo”; por último, en 1778 se dice tan sólo: “calle que baja por la Casa arzobispal al Ayuntamiento”.
El arco que le ha dado nombre, diremos que quemado en 1610 fue reconstruido por Juan Bautista Monegro en el año siguiente. Es sin duda, el cobertizo más largo de Toledo y, dividido en dos por su interior, a lo largo, sirviendo uno para el paso del Prelado y el otro, durante muchos años, sirvió para que los turistas tuvieran acceso a la torre cruzando luego por la esquina del Claustro. Hoy, el acceso a la torre se hace por la calle Hombre de Palo, por la escalera de Tenorio. (Fuente: Historia de las Calles de Toledo).
Frente a este palacio, residencia actual del cardenal primado, está la puerta del Mollete, una entrada de acceso más a la Catedral. Gustavo Adolfo Bécquer escribió, inspirado el mismo día en que se celebraba en dicho templo el último de la magnífica octava de la Virgen, la leyenda que lleva por título:
La ajorca de oro “Santos, monjes, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes, cenobitas y villanos se rodeaban y confundían en las naves y en el altar. A sus pies oficiaban, en presencia de los reyes, de hinojos sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol que él había visto otras veces inmóviles sobre sus lechos mortuorios, mientras que, arrastrándose por las losas, trepando por los machones, acurrucados en los doseles, suspendidos en las bóvedas ululaba, como los gusanos de un inmenso cadáver, todo un mundo de reptiles y alimañas de granito, quiméricos, deformes, horrorosos. Ya no pudo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia espantosa; una nube de sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el ara. Cuando al otro día los dependientes de la iglesia lo encontraron al pie del altar, tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse exclamó con una estridente carcajada: – ¡Suya, suya! El infeliz estaba loco”.